jueves, 23 de julio de 2009

TODO SE RELACIONA



Se había ido del pueblo de joven. Llevaba esperanzas y para si misma reconocía el dolor del desarraigo.
Pero pasaron los años, trabajó, casó, tuvo hijos, realizó algunos de sus sueños, lloró algunos que se perdieron, fue feliz e infeliz, vivió intensamente y el tiempo y la vida la llevaron lejos, muy lejos, de aquel día de lágrimas de desarraigo, de su pueblo, de su idioma, de su gente.
El tiempo curte todo, incluso el recuerdo y el dolor.
Una mañana despertó como todos los días, desperezó, miró unos minutos al techo imaginando el día, se vistió, lavó los dientes y el rostro y desayunó. El tiempo había pasado y dejado sus marcas. Era una abuela, seria, asentada, con toda la señoría posible. Se contrajo un poco con el recuerdo que le tocaba ir a pagar las cuentas al banco. No le gustaban las colas.
Tomó su bolso y fue caminando a su tarea. Mejor hacerla temprano, cuando había menos gente y los malos tragos mejor tomarlos de una vez.
Pasando por el supermercado escuchó la canción que tocaban aquella mañana y la reconoció. Era una de las antiguas, de cuando vivía en su pueblo, en su idioma y mágicamente la llevaron a su juventud. Casi sin sentirlo, se erguió, abrió una sonrisa en el rostro y fue tarareando la canción al banco. No sintió el tiempo, no se dio cuenta de cuando pagó lo debido, solo se acordó de donde estaba cuando abrió la puerta de la casa. Entonces comprendió que era del pueblo, que siempre había sido del pueblo, que esa era su origen y de ahí salía el fuego de su corazón.
Se sentó frente al computador, buscó el Ares y entró a bajar todas las canciones que recordaba. Cuanto más las escuchaba, más joven se sentía, y más feliz. Junto con las canciones rescató recuerdos. “Esa la escuche cuando… y esa otra aquel día…. Oh, cuando lo vi estaba tocando eso…”.
Casi sin sentir se llenó de felicidad, de energía y desde aquel día ya no fue la abuela seria, sino que la joven alegre y así perduró hasta que Dios la llamó a cantar en el cielo, cuando tenía 90 años.

martes, 9 de junio de 2009

LA DRAGONA



Era la loca del barrio. De chica la veía deambular por las calles, muchas veces con la mirada perdida y otras tantas asustada, buscando en rincones.
Siempre vestía ropa suelta, regalada y vieja. Trapo sobre trapo en una eternidad de faldas y blusas. Arriba de todo un saco raído si era invierno y sus colores, todos los colores, incluyendo el pelo y la piel, eran sepias.
No molestaba a nadie y si no le hablaban no hablaba ella tampoco. Lo curioso es que solo se la veía de día. De noche desaparecía y nunca nadie supo donde iba a esconderse. No habían casas vacías en el barrio, ni terrenos baldíos, y nadie asumía el cargo de que le daba donde dormir. Pero infaliblemente, a las 6 de la mañana pasaba por mi puerta arrastrando unas latas vacías en un cordel. Primero nos enojamos, después nos acostumbramos y la usábamos de despertador.
Dicen que se llamaba Matilde pero si le gritábamos “¡Matilde!”, ni siquiera se volteaba a mirar. Sin embargo, los chicos descubrieran que si le gritaban “dragona” ella frenaba el paso, se daba vuelta, miraba largamente al grupo y después, sin decir palabra, volvía a su paso y a si camino sin cambiar rumbo. Por eso para todos ella pasó a ser la Dragona.
Crecí con la Dragona caminando por mis calles y me acostumbre a su presencia silenciosa a tal punto que prácticamente pasó a ser invisible a mis ojos.
De la infancia sobrevino mi adolescencia y con ella todas las tristezas que ocurren, incluyendo la primera desilusión amorosa. Como era muy sensible, fui siendo conocida como la llorona, porque eran más las lágrimas que las sonrisas en mis días.
Cuando murió mi papá mi desconsuelo fue mayor. La casa me parecía una prisión donde los recuerdos me oprimían y salí a la vereda, me senté sola, apoyada en la pared, y empecé a llorar. Salía de mi toda la pena acumulada en esos años, mas el dolor de la pérdida que para mi era como el fin del mundo. Lloraba silenciosamente, sin fuerzas, sin esperanzas. La gente pasaba pero acostumbrada a verme triste no paraba a preguntar. Daban por asumido que lloraba por mi papá y sentían la incomodidad de tener que decir palabras de consuelo. Así que solo pasaban.
Estuve así con mi pena un buen tiempo, hasta que una voz limpia, como de niña, me dijo:
- Es bueno llorar. Con las lágrimas salen todos esos parásitos espirituales que viven dentro de uno.
Asombrada por las palabras levanté la vista y ahí estaba la Dragona. Esta vez no tenía la mirada perdida, me miraba fijamente y con bondad. Abrí la boca de la sorpresa y no atiné a decir nada, así que ella siguió:
- Yo perdí a mi papá más chica que tu. ¿Sabes? Se lo llevaron los duendes. El salió a la noche y fue fatal. Yo nunca salgo a la noche. Pero durante todo ese tiempo he buscado a mi papá. Se que es prisionero de ellos. A tu papá lo llevaron las hadas. Lo vi. Eso es mucho mejor. El esta por ahí con ellas y seguro le van a dar alas. Tampoco las hadas son seres de la noche, ellas vienen durante el día y podrás ver a tu papá volando por ahí muy pronto. ¡Ya verás! Pero debes terminar de llorar. Los seres que salen en tus lágrimas son tristes y no dejarán que veas nada bello. Llora todo lo que puedas ahora, pero deja de llorar después. Limpia bien los ojos y empieza a mirar alrededor. Ahí empezarás a ver cosas bellas. Yo no pierdo la esperanza de volver a ver a mi papá pero me temo ya a estas alturas que se hizo duende y si es así ya lo he perdido para siempre. Pero tu papá se va hacer hada y eso es muy bueno. Ojalá el mío….¡0h! Allá va uno… me voy!
Y volvió a ser la Dragona, la perdida, que caminaba en silencio. Esa fue la única vez que la oí hablar. Pero increíblemente dejé de llorar. Lavé la cara, miré el mundo y empecé a ver las cosas bellas que me rodeaban, incluyendo el amor dadivoso de mi madre.
Ese día, con la Dragona, se me fue los rasgos de tristeza de mi adolescencia.
Un día la Dragona no apareció. Y así se sucedieron los días y ella no volvió a mostrarse por el barrio. Algunos niños y muy pocos adultos, incluyéndome a mí, empezamos a buscarla. Pero fue en vano. No estaba por ningún lado.
Fui a la morgue y a los hospitales cercanos pero nada.
La buscamos un mes y después yo desistí. Resolví creer que ella encontró a su papá y se fue con él, aunque hoy día creo que no. Ella era para las hadas. Seguramente está con mi papá, allá en el mundo mágico de ellas. Solo espero, algún día, poder también yo ir a ese mundo. Por las dudas y pro amor, siempre enseño a mis hijos a mirar la vida y ver lo bello. A que el amor da luz a todo y que vale la pena permitirse ser feliz.

miércoles, 27 de mayo de 2009

El agua mata



Pobre Juliana Mardones, tan joven y muerta a su corta edad. ¡Por culpa del agua. Un auto desgobernado cruzó el semáforo en rojo y la mató instantáneamente.
Juliana iba cruzando a pedir cambio en la estación de servicio. Necesitaba solo 850 pesos y tenía un billete de 10.000. Medio cansada, medio enojada y medio atontada, no vio que el auto no obedecía al semáforo y le venía encima. Eran solamente las 8 de la mañana. Hacía frio y aún no estaba del todo claro el día.
Juliana cruzaba la calle porque en la botillería no tenían cambio. Ella necesitaba solo 850 pesos pero a esta hora ya habían llevado la recaudación de la noche y recién empezaba el día. No había cambio para 850 pesos.
Juliana cruzó pensando lo difícil que eran las mañanas temprano. Casi nadie abría su negocio a esta hora. Si lo sabría. Ella venía del supermercado a la vuelta, que estaba aún cerrado. Miró el cartelito y allí decía “Abierto de 9 a 22 hrs.”. Esperar una hora era mucho, por lo que se recordó de la botillería y siguió una cuadra más.
Juliana había ido al supermercado porque tenía sed. Se había despertado con una sed de terror. Quizás por estar algo engripada y haber respirado toda la noche por la boca. Dormida una no se da cuenta.
Ella iba a comprar agua porque no había agua en la casa. Toda el área estaba sin agua por un desperfecto en la matriz. Dijeron en una nota que el agua volvía a las 7 pero se ve que fue más seria la cosa porque estaban retrasados y aún no venía el agua.
Juliana había esperado media hora. En verdad se había despertado a as 7:30. Pero no llegaba. Y la sed era mucha. Se puso un sobretodo sobre el camisón, unos calcetines, zapatillas y se fue al súper. Pero estaba cerrado y solo abría a las 9. Demasiada espera.
Por todo eso Juliana llego a aquella calle, cruzándola justo cuando un auto amanecido, manejado por alguien medio alcoholizado y con sueño, se topó con su vida. Todo porque tenía sed… ¿Quién dijo que el agua no mata?

Solo de paso



Pasamos por la vida de tantos y a veces tan fugazmente que no nos damos cuenta. Eso me ocurrió cuando vivía en Mendoza y salía en las mañanas a comprar. Invariablemente, pasaba por la puerta de Don José, un anciano de 92 años, ya bien malito, cuya esposa lo sacaba a la puerta en una sillita para tomar sol. Siempre le decía "buenos días", casi por inercia, una costumbre. Nunca dije más que esas dos palabras a Don José.

El tiempo me llevó del barrio, pero como tenía a una amiga viviendo allí, al mes volví a visitarla y pasé por la puerta de Don José que, más cabizbajo que nunca, estaba en su sillita en la puerta. Casi ni lo noté, apresurada en llegar a ver a mi amiga. Pero me alcanzó para los costumbreros "buenos días". Fue cuando me frené por sus palabras:
-¡Claro que son buenos días! Benditos ojos que la ven. Ya me hacía falta su "buenos días".

A pasos lentos llegué adonde mi amiga y le conté lo ocurrido. Nunca pensé que fuera tan importante para alguien un simple "buenos días" que me salían casi sin darme cuenta. Fue la primera vez que miré realmente a Don José y le pedí a mi amiga que, al salir a comprar, por favor le dijera "buenos días" por mí.

Hoy Don José ya no está, pero pasar por su puerta siempre me hace recordar que nunca pasamos en vano al lado de los demás.

martes, 19 de mayo de 2009

Pluma Roja



Pluma Roja era un indiecito muy alegre y juguetón que vivía en la tribu de los Muyserios. Su mamá todos los días se enseñaba cosas de la tribu y una de las más importantes era su plumita, que usaba en la cabeza con una huincha. Su mamá le explicaba:
-Plumita (así le decía de cariño) la pluma es lo que te da identidad de la tribu. Si la pierdes dejas de ser un Muyserios. ¡Nunca la saques!
Pero, como era muyyyyyy travieso, Pluma Roja siempre se la sacaba para ir a nadar en el río. Después muy erguido le mentía a su mamá que no la había sacado.
Pero como siempre pasa, un día en que fue a nadar en el río, Pluma Roja no vio un diablito que andaba por allí y confiado como siempre, se sacó la plumita y se metió al agua.
Tanto dale a jugar, no vio que el diablito se robó su plumita. Cuando salió del agua la buscó…. Y buscó…. Y buscó… y no la encontró. Ya empezaba a anochecer y Plumita tuvo que desistir y volver a su casa.
Cuando su mamá lo vio sin su pluma, empezó a llorar.
-¿Es que no sabes que ya no eres de la tribu? ¿No sabes que sin tu pluma tienes que irte? ¡Por los dioses que te avisé! ¿Por qué no me hiciste caso?
La mamá intentó convencer al jefe pero él, muy serio dijo:
-Indio sin pluma no es indio Muyserios y aquí no vive.
Por más que pidiera Plumita y su mamá no pudo seguir allí. Con mucho dolor, su mamá le hizo una mochilita con comida, le regalo un arco y flecha y se despidió de Plumita.
¡Pobre Plumita! Muy triste, arrepentido de sus andanzas, se fue hasta la orilla del río y mirando a los cielos rogó a los dioses que lo ayudaran. Que había aprendido la lección. Que jamás desobedecería a su mamá. Y así se durmió, acurrucadito en una piedra.
Lo que no sabía Plumita es que justamente un angelito andaba por allí y lo escuchó, así que fue detrás del diablito y le exigió la pluma de vuelta. A regañadientes el diablito la devolvió y el angelito, muy feliz, la puso al lado de Plumita que dormía, y se quedó allí, escondido, a esperar que se despertara, cuidándolo.
Con los primeros rayos de sol Plumita abrió los ojitos, los refregó y volvió a sentirse muy infeliz al recordad de su soledad. Se sentó y… ¡oh! ¡Su plumita estaba a su lado!
-Gracias gran dios de los Muyserios. Nunca más desobedeceré a mi mamá. ¡He aprendido la lección.
Plumita volvió a la tribu, con su pluma muy paradita de la huincha en su cabeza. Su mamá que había llorado toda la noche al verlo saltó de alegría. Las mamás siempre perdonan a sus hijos. Así que le dio un rico desayuno y lo llevó al Gran Jefe para que lo admitiera de nuevo… ¡y así fue!
Desde ese día Plumita fue el más obediente de los niños, aunque jamás perdío su alegría y sus juegos.

La cebolla y el Oso Dragón



Érase una vez una cebolla que de tanto estar al sol fue quedando amarilla y despidiendo un fuerte olor. Sus hermanas que no se exponían tanto, y seguían blanquitas empezaron a reirse de ella y a no querer aproximarse demasiado.
La Cebolla Amarilla se fue poniendo muy triste y decidió irse de su pueblo a uno donde nadie la conociera. Tenía la esperanza de ser mejor recibida. Pero no tuvo mucha suerte. Donde llegaba, se apartaban todos diciendo que su olor era demasiado fuerte, o que era muy fea con esas cáscaras quemadas y ya casi marrones.
La Cebolla Amarilla terminó llegando a un pueblito donde había una pensión e intentó entonces hospedarse allí por trabajo. La dueña al ver tamaña cebolla oscura y mal oliente pensó dos veces. Necesitaba quien le barriera e limpiara el gallinero y los fondos pero no la quería a la cebolla entre sus huéspedes. Luego dió con la solución. Mando a la Cebolla Amarilla a una piecita de atrás, al lado del gallinero, donde la señora guardaba codsas viejas. Le dijo a la cebolla que hiciera un aseo y le daba casa y comida en cambio de trabajo. La cebolla, ya desanimada y sin esperanzas, aceotó y así empezó una vida de soledad, donde casi no veía a nadie y se pasaba el dia limpiando y organizando la parte de atrás de la pensión.
Por esos días, llegó la noticia de un horrible Oso Dragón que estaba asolando la región. Con sus garras rompía hasta metal y de su boca largaba bocanadas de fuego que consumían todo. No quedaba nada de pié por donde él pasaba.
Con gran temor, la gente del pueblo vió como se fue acercando la noticia hasta que una mañana llegó el Oso Dragón al pueblo. Por donde pasaba, sin piedad iba asolando todo. Rompía con sus garras e incendiaba con su boca. Todo era ruina a su paso. Como su cuerpo era como coraza, ni las balas, ni las flechas, ni las piedras lograban hacerle daño. Desesperados gritaban todos viendo como se destruía todo a su alrededor.
La Cebolla Amarilla, escuchando tamaña conmoción, salió a ver que pasaba y justo apareciço frente al Oso Dragón que ya se preparaba para quemar a la pensión. Sin pensar dos veces, la Cebolla Amarilla empezó a sacarse pedazos, cáscaras trás cáscaras y meterlas por la boca del Oso Dragón en la esperanza de contener su fuego.
Entonces ocurrió el milagro. Con tantos trozos de cebolla que le tiraban, el Oso Dragón empezó a llorar. Y lloraba tan fuerte que fue apagando todo su fuego, hasta que se estinguió completamente.
Agradecido, le dijo a la Cebolla Amarilla que era la primera vez que podia respirar sin que le doliera el fuego por dentro. Que eso es lo que le hacía ponerse tan malo.
Todo el pueblo respiró aliviado y al volverse hacia la Cebolla Amarilla para agradecerle, se sorprendieron al encontrar a una cebolla más flaca, pero blanquita y hermosa. La Cebolla Amarilla cambió de nombre. Pasó a llamarse Cebolla Dichosa y fue feliz para siempre y por siempre.

Rosaura, la fea



Había nacido fea. No esas feas normales, sino que muy fea. Los años pasaron y nunca se llevaron ni un ápice de lo fea que era. Más bien acrecentaron dureza a sus rasgos. Como ironía de la vida, la mamá había decidido llamarla Rosaura y como era madre soltera, no tuvo a nadie que la contradijera. Cuando le trajeron la niña ya era tarde. Estaba registrada así.
Creció siendo burla de todos los niños. “¿Cuál es la flor mas fea del mundo? ¡Rosaura!” Esto la hizo una niña apagada, triste, y a la falta de risa y a la sobra de muchas lágrimas fue su rostro esculpiéndose cada día más en esos rasgos feos que traía.
A los 30 años Rosaura se veía como una máscara para día de brujas. Muy flaca, con los pómulos salidos, labios finos y una boca muy chica para dientes enormes que salían como de conejo por sus labios finos a punto de no poder cerrar la boca con propiedad. Los ojos eran dos rendijas con pequeñas bolsas en el párpado superior y el pelo ralo y liso parecía pegado al cráneo. No tenía cuello, mas bien parecía que le habían encajado la cabeza en los hombros y por timidez se fue encorvando, haciendo aparecer una especie de joroba en su espalda. Había desistido de casarse y se perfilaba a cocinera de gente rica. Cosa que nadie veía quien les preparaba de comer. Vivía aislada en su enorme cocina y a la falta de tener en que gastar, juntaba los sueldos que le llegaban al fin de mes. Con los años llegó a juntar una pequeña fortuna, aunque nadie sabía de ese detalle que quizás, al saberlo, haría verse algo más bonita a Rosaura.
A esa vida de reclusión y disgustos no le quedaron demasiados años y a los 58 Rosaura se tomo 60 pastillas de un frasco de un sedante que encontró de su patrona, dejando a este mundo de lágrimas con la esperanza de que en el cielo todos serían bellos.
Quizás por su figura, quizás porque nunca hizo amistades en esta vida, al morir nadie se ofreció a ir a vestirla. Así que Rosaura paso 2 días en la morgue antes que por orden municipal la fueran alistar para ser enterrada.
El tema es que después de hechos los gastos y enterrada como indigente, aparecieron sus parientes como rapiñas a buscar sus pertenencias. En una de esas les quedaba algo. Junto Don Lalo, un oficial de justicia, entraron a la piecita del fondo de la mansión donde trabajaba Rosaura y empezaron a juntar todo lo que había: dos vestidos, un peine y un cepillo de pelo, un cepillo de dientes, en dentífrico a medio usar, un pequeño espejo en el baño (que los dueños de casa se apresuraron en avisar que era de la casa, no de Rosaura) y un par de chalas para levantarse a la noche. Eso era todo a excepción de una bolsa de supermercado, anudada y con una carta arriba. Con un gesto de autoridad, don Lalo se adelanto y abrió la carta. La miró y dijo “es una especie de testamento, así que la leeré a todos los interesados”.

Queridos todos,
Les digo queridos porque soy cristiana y no quiero ofender a nadie. Pero creo que queridos nunca fueron ya que nadie nunca me vino a ver. ¿Qué es de mis dos hermanos? ¿Y mi mamá? ¿Dónde está la tía Peta? ¿Mis primos Luca y Tito? ¿Dónde están todos? Ni siquiera saben lo que soy o siento o pienso. Nunca me han visto, quizás ni se recuerden de cómo me veo. Me siento sola, muy sola. Por esto creo que mis parientes son los ángeles del cielo. No están aquí. Y decidí ir con ellos. Me despido. Antes quiero dejar claro que lo de la bolsa es para que paguen mi sepelio y todo lo que sobre lo dejo para el alma caritativa que me vistió y me enterró. Es todo lo que hice en la vida y no quiero que nadie que no sea esa persona, única que me tocó en este mundo, reciba mi herencia. Es mi deseo. Firmado: Rosaura.
Relamiéndose los bigotes Don Lalo abrió el bolso y se encontró con todos los billetes juntados en esos años de Rosaura y a vista y desesperación de todos empezó a contarlos. Era una pequeña fortuna que ahora pertenecía a la Municipalidad.
No sirvieron los pataleos, amagos de los parientes de ir a la justicia y hasta intento de los patrones de acusarle a Rosaura de robo. La plata, todita, completa, fue a la Municipalidad que en un atisbo de bondad y sabiduría la usó para pagar operaciones de mucha gente pobre del lugar que tenia deformaciones como labios leporinos.
Hoy Rosaura es recordada por muchos, pero cada uno hizo en su memoria la imagen que tendría Rosaura porque ella no tenía fotos. La única, de su carnet, la quemó antes de tomarse las pastillas. Por esto, si van al pueblo y buscan a Santa Rosaura, verán una pequeña imagen de una santa muy bella, llena de rosas en el pelo y que dicen los del pueblo, es muy milagrosa para sanar deformaciones y heridas.

Las vuentas de la vida



¿Han visto como la vida se pasa en círculos? Caminamos y de repente estamos pasando por el mismo lugar. Es como el caso de Julia. Aquella mañana se despertó con mucho ánimo. Quería disfrutar del descanso dando un paseo por el parque, en medio de la naturaleza, descansar, respirar aire puro. Sola, absolutamente sola. Nadie que moleste. Un día para meditar, estar consigo misma. ¡Que día venia!
Se baño, puso un poco de colonia y separó la ropa para salir. Unos vaqueros, camiseta de colores, zapatillas, medias blancas de algodón. Unos calzones flojos, cosa de estar cómoda y su único sostén, color carne. La verdad que estuvo un poco desprolija en no ir a comprar otro. Pero andaba tan cansada… Total mañana siempre podía salir del trabajo a hora de almuerzo, e ir a una tienda a comprar uno. Solo un día. No quería pensar en el tema porque recordaba a su vecina y le hervía la sangre de rabia.
Como era su costumbre vistió la parte de abajo todita antes de ponerse el sostén y la camiseta. Le gustaba mirar su figura en el espejo así. Tenía buenos senos pero mucha celulitis. De vaqueros y son camiseta se veía hermosa. Estuvo unos minutos girando y mirándose. Con un suspiro de satisfacción tomó su sostén y lo colocó sobre los senos pero… al abrocharlo, salto un tirante. ¡Se había roto! Con desconsuelo Julia se volvió a sacar el sostén y fue por hilo y aguja para coserlo. Sin dudas mañana tendría que comprar otro… ¡o dos!
Hilo color carne había, al menos parecido. Era beige. ¿Pero aguja? ¡Ninguna! Por más que revolvió no encontró nada. ¡Que problema! ¿Y ahora?
Ponderó la posibilidad de salir sin sostén. Podría hacerlo… pero su crianza, su educación hacían que le diera mucha vergüenza. ¿Cómo disfrutar así? Estaría todo el tiempo de brazos cruzados. ¡Y era domingo!
Pero las ideas surgen y se filtran y a Julia se le prendó una. Podría ponerse un alfiler, que aunque endeble sostendría la prenda rota hasta que fuera a la esquina y comprara una aguja en el Súper, único negocio abierto domingo. Medio incómoda por como pinchaba el alfiler, allá fue Julia a comprarse una aguja, pero en el Súper no habían agujas, ni siquiera unos míseros alfileres de seguridad. Volvió frustrada a la casa, sin aguja ni alfiler y viendo su sueño pender de un hilo… ¡sin aguja!
Con rabia se sacó los pantalones, volvió a ponerse el camisón y se metió en la cama a rumiar la bronca del paseo soñado. Casi se dormía cuando sonó el timbre. Ya con un mal humor que reventaba fue a ver quien molestaba día domingo. Era la vecina de abajo y verla recordó a Julia porque no tenía otro sostén. La muy sin vergüenza de la vecina se había quedado con su otro sostén cuando por un descuido lo colgó mal y se cayó de la soga. La vecina juró que no lo tenía pero Julia estaba segura que sí.
Casi escupiendo palabras, Julia preguntó que quería la vecina molestando en un domingo. Y la vecina le respondió que por favor le abriera, pues necesitaba demasiado hablar con ella. Fue cuando Julia explotó.
-¡Que te crees! – dijo abriendo la puerta - ¡Me robas mi sostén y por tu culpa estoy encerrada día domingo! Debería darte vergüenza siquiera de hablarme.
La vecina, más roja que un tomate le respondió:
-¡Disculpe vecina! No se enoje, por favor. Vine a pedirle que me perdone. No fui yo quien sacó su sostén, no había mentido, pero descubrí que Linita, mi hija, lo hizo para jugar y lo había escondido. Por favor discúlpeme, pero aquí lo traigo de vuelta y como para disculparme le hago este regalito. ¿Me lo acepta?
Y Julia, sorprendida, muda, agarró el paquetito y encontró, envuelto en un hermoso papel de colores metálicos, un pequeño costurero, con hilo blanco, negro, alfileres y… ¡3 agujas!
Un poco avergonzada, Julia invitó a la vecina a un café. Mientras charlaban sobre sus vidas Julia, con su costurero nuevo, cosió el sostén roto y revigorada, animosa de nuevo le dijo a la vecina:
Hoy es domingo, así que voy al parque a respirar aire puro y comer tonteras por ahí. ¿Quieres venir?

LA INCREIBLE HISTORIA DE CLODOMIRO ALBORNOZ Y SUS DOS MUJERES



En esos años de 1945 Clodomiro Albornoz era el galán del pueblo. Las chicas, de todas las edades suspiraban por él. Como se fuera poca su buena pinta, Clodomiro había enchapado todos sus dientes superiores en oro. Despertaba una mescla de codicia y admiración en todos. Ellos, los muchachos, más lo primero; ellas, las chicas, más lo segundo.
Avispado por sus compañeros mayores, ya de temprano Clodomiro aprendió a escurrirse de los compromisos femeninos. Le encantaban las mujeres aunque aborrecía a los anillos. Pero como no hay hambre que no se mata comiendo, llegó el día en que dos chiquillas, preciosas, le flecharan el corazón. Decía el Clodomiro:
- Lo tengo tan grande…. (risas)… ¡al corazón! … que me alcanza para dos amores.
Y era cierto. Las quería intensamente a las dos. Tanto que les fue fiel hasta el día fatal.
Era una mañana de domingo y Clodomiro había pasado la madrugada con amigos en el bar. Festejaba su 32 cumpleaños y seguía sin saber a quien elegir. Si la Tita o la Rosita. Tomó tanto en esa charla filosófico-amorosa que no caminaba en línea recta cuando se fue a la casa a las 6 de la mañana. Tenía el gran problema en la cabeza, ya que las dos, Tita y Rosita, se habían descubierto mutuamente y le habían plantado el ultimátum:
- ¡O ella o yo!
Clodomiro decidió irse a casa y este fin de semana y no durmió con ninguna. Como no se podía él solo, caminaba por el medio de la calle, olvidado de las veredas. Fue entonces que al doblar la esquina a alta velocidad, el Pedro lo invistió con todo lo que daba su Ford del ano 38. Dicen las malas lenguas que a propósito, de pura envidia. Pero la mayoría prefiere pensar que fue un accidente causado por la borrachera de uno, la imprudencia de otro y la fatalidad entre los dos. El caso es que allí mismo, sin siquiera sentirlo, Clodomiro fue a buscar chicas a otro lado. Murió instantáneamente.
La pena se adueñó del pueblo. Los muchachos con remordimientos por haberle deseado que se fuera al infierno. Pura envidia por lo de las chicas. Ellas, como si hubiera muerto el sol, lo que les alimentaba los vestidos del domingo, el que las hacia suspirar y arreglarse siempre con la esperanza de ser la tercera y de ahí a ser la definitiva. Pero la mayor pena se veía en Rosita y Tita. Las dos, en los 2 días que duró el velorio, adelgazaron casi 1 kg. No comían ni dormían. Solo lloraban. Lo único que les secaba las lágrimas era la pelea que mantenían por el muertito.
- Ya le compré su lápida y lo entierro yo – decía Rosita
- Estás loca. Lo entierro yo. Ya esta todo arreglado con el sepulturero – decía Tita.
La gente miraba de una a otra sin saber que decir. Pero al fin llevaron al Clodomiro para la sepultura que le había preparado Rosita, sea que era la primera que lo enamoró o más certeramente, la sobrina del sepulturero… el caso es que Rosita ganó los honores y la envidia de las chicas del pueblo. Se leía en la lápida:
“AQUÍ JACE CLODOMIRO ALBORNOZ – AMANTE NOVIO DE ROSITA PEDROZA – 1913 – 1945”
Llantos eternos, gritos e histerias, pero finalmente terminó el sepelio y se fueron todos a la casa. Y la historia se hubiera terminado allí si no fuera que a los dos días al llevar flores a la tumba, Rosita la encontró vacía. Asustada (¿habría resucitado como Jesús?) fue a buscar las autoridades del cementerio a saber que pasaba y se encontró con la sorpresa de que habían trasladado el muertito por orden del comisario (tío de Tita). Y la nueva lápida rezaba:
“AQUÍ JACE CLODOMIRO ALBORNOZ – AMANTE NOVIO DE TITA SANCHEZ – 1913 – 1945”
Con cara de viuda traicionada, se fue Rosita a llorar con su tío sepulturero que no encontró mejor consuelo que decirle que a la noche lo volvía a poner en su lugar al Clodomiro.
Y así empezó el deporte preferido del pueblo. Nunca fue tan visitado el cementerio. A cada 4 o 5 días iban casi todos a ver en que tumba estaba el Clodomiro. Y eso sería hasta hoy si el Intendente no se hubiera hartado del teatro y con orden policial fue al cementerio y lo enterró al Clodomiro en una nueva sepultura, hecha de concreto, cerrada con una lápida de concreto, sellada con cemento y escribió arriba:
“CLODOMIRO ALBORNOZ – NACIÓ, VIVIÓ Y MURIÓ SOLTERO – 1913-1945”
Aunque nunca más lo cambiaron al Clodomiro, la fama se hizo. Así que a partir de ese día, todos los muchachos del pueblo al cumplir 18 años, van a la escribanía y dejan asentado donde y como quieren su tumba cuando se mueran. Y esa crónica se escribe y se publica para que los nuevos que nunca conocieron al Clodomiro, no pregunten más porque esas costumbres de decidir sepultura en la flor de la edad. No vaya ser que otro Clodomiro aparezca y hasta después de muerto no tenga decidido adonde quiere irse.

JUAN SIN SOMBRA



Juan nació sin sombra. Nadie sabe como ocurrió.
Los bebes nacen con una sombra chiquitita, pero Juan no tenia nada, ni un centímetro de sombra. Los papás decían: “cuando crezca también crecerá su sombra” _ pero no pasó. Juan fue creciendo sin sombra.
En el colegio los chicos lo miraban extrañados. “Juan sin sombra, Juan sin sombra”_ le cantaban y se reían.
A Juan no le importaría si no fuera que se sentía raro, incompleto. Le faltaba una parte. Esto lo fue haciendo retraído y triste.
Comía poco, y fue creciendo cada vez más flaquito y opaco. Quien lo viera diría que quería transformarse en la sombra que no tenía.
Cuando Juan llegó a ser un hombre ya no brillaba nada de él, ni sus ojos. Era opaco y deslucido, porque faltaba la sombra. Nadie ve luz o brillo si no hay sombra para contrastarlo. No tener sombra hacia que no tuviera luces tampoco.
De a poco Juan se fue retrayendo y llegó el día que empezó a pasar desapercibido, como si fuera transparente. Entraba y salía de los lugares sin que nadie lo viera. Ya no lo saludaban y cuando se recordaban de él era para decir “¿Qué le habrá pasado al Juan sin sombra?”
Un día, no se sabe como, Juan descubrió que podía ponerse sobre la sombra de los demás y como nadie se daba cuenta de él, les sacaba un pedacito de sombra y guardaba en el bolsillo. A la semana tenia ya trozos suficientes como para armar una pequeña sombra. Contento y con aguja e hilo, empezó a cocer los pedazos hasta lograr una forma alargada.
¿Pero como pegarla a si mismo? No eran trozos de sombra de él, así que no era tan fácil. Además las personas empezaban a descubrir que les faltaban pedacitos de sombra, como si algún ratón las hubiera comido. Y buscaban con más cuidado por donde andaba el ladrón.
Asustado Juan se fue al bosque cercano. Pero aún escuchaba las voces y empezó a temer ser descubierto. Agarro el pedazo de sombras cocidas y lo guardo debajo de unas piedras. Decidió que mejor se metía mas adentro del bosque.
A medida que fue metiéndose encontró que había menos sol. Así que se metió más profundamente y cada vez menos sol se veía.
Siguió hasta que el bosque se hacia tan denso que casi no se podía pasar entre los árboles, frondosos, enormes. Allí era solo penumbra y Juan se encontró él mismo siendo una sombra, ya que no había luz.
Se sintió al principio a gusto. Comió frutos silvestres y pensó muchísimo, durante unos cuantos días…. ¿Cuántos? No sabemos… perdió noción del tiempo.
Una mañana (se supone que era mañana) Juan decidió que ya era suficiente. Que tampoco era bueno ser solo sombra. Que ni la luz ni la oscuridad debieran existir una sin la otra, porque una explicaba la otra. Así que resignado resolvió volver a su pueblo.
Llevaba la esperanza de que ya se habrían olvidado de buscar el ladrón de sombras y decidido a devolver todos los pedacitos.
Conforme fue saliendo del bosque empezó a sentir algo diferente, como si estuviera más fuerte, más sólido. Se dijo que era porque había tomado decisiones, había aceptado ser lo que era y eso quizás lo hacía así.
Al llegar en el linde del bosque busco las piedras, saco los trozos de sombra y los descosió. Entro al pueblo decidido a devolverlos de a uno.
Cuando llegó a la primera casa escucho que decían: “¡Hola Juan! Que bien se te ve… se ve que sanaste de tus problemas en tu ausencia” – y Juan saludo un hola asombrado. No entendía porque ahora si lo veían y saludaban sin el apodo que lo aborrecía tanto.
“Cómo estas” “Que bien estás” ¿Dónde andabas?” Eran saludos uno detrás del otro.
Ya sin saber que pensar Juan miro hacia atrás, y…. ¡sorpresa! Descubrió que tenía una preciosa y enorme sombra, muy oscurita y nuevecita, que lo seguía fielmente.
Su alegría fue enorme y salto como un niño por las calles.
A partir de ese día Juan pasó a ser uno más de la comunidad, con sus brillos y con su sombra.
Se sentía completo y ya no le importaba esconder sus defectos así como mostrar sus virtudes.
Al final… él era eso… luz y sombra.

EL BOCHORNO DE JUANITA GÓMEZ



Serían las vacaciones de su vida. Hacía el equipaje recordando como la suerte por primera vez le sonreía. Siempre fue una secretaria común, detrás de un escritorio, con una máquina de escribir, temerosa del despido por la modernidad de las computadoras, y leyendo una revista en su almuerzo de sándwich, arrinconada en la pequeña cocinita del escritorio para hacer café, encontró el cupón del concurso. El premio eran 10 pasajes con estadía a la Isla de Cuba ¡por diez días! No dudó. Llenó el cupón y mandó aquel mismo día por correo. Total, sabía que no ganaría pero servía al menos para soñar algunos días. Solo que milagrosamente ella fue una de las diez sorteadas.

No podía creerlo. Era un sueño de verdad. Ahora había llegado el día y hacia el equipaje. Casi todo listo y entonces le vino una idea en la cabeza… ¿y si llevaba el consolador que le habían regalado en el cumpleaños para mofarse de ella? Total iba a una isla tropical, con muchos negros musculosos alrededor… y bueno… ¡sí! Lo metió entremedio de las ropas y listo. ¿Quién iba a verlo?

El aeropuerto estaba lleno, así que casi a la hora del embarque lograron juntarse los diez premiados. Eran 3 hombres y siete mujeres. Todos nerviosos, ansiosos. Juanita se sentía medio rara, extraña. Nunca había tenido suerte en la vida. Era medio feúcha, flaca, dientes sobresalientes, lentes gruesos, y de la timidez se había hecho medio encorvada. Era de esas personas que pueden pasar días entre los demás sin que nadie la note. Tímidamente se juntó al grupo y se fueron embarcando de a uno. Empezaba así el sueño de Juanita Gómez, la secretaria que nunca había salido de su pueblo natal.

La llegada al aeropuerto de Cuba no fue como ella soñaba. El avión avía hecho un aterrizaje brusco, asustándola demasiado. Tanto que salió disparada primero que todos para fuera de la nave. Por eso fue la primera del grupo que entro a la aduana del aeropuerto que muy cuidadosamente pasaba los equipajes por un RX. Entonces ocurrió.

La dueña de esta valija por favor ¿puede venir a abrirla? Y Juanita temblando dijo: “soy yo. Porque tengo que abrirla?” Y era que veían un objeto extraño y necesitaban asesorarse de que se trataba. A estas alturas la Juanita invisible a todos pasó a ser visible totalmente. Los otros nueve la miraban con bronca por la demora en poder entrar a su paraíso tropical caribeño. Todas las vistas volteadas a la valija de Juanita que roja como un tomate abrió el equipaje susurrando bajito al funcionario…. “es un consolador… por favor no lo muestre”. Pero el señor de la aduana, sin entender nada, la miró y dijo “Que es un consolador?” Con voz suficientemente fuerte para que escucharan los de atrás mientras sacaba de la valija el objeto que tantos líos causó. Despacio empezaron a escucharse risas, hasta que la carcajada era general. Juanita, totalmente dislocada y aterrada, guardó el consolador en la valija, se metió en el transporte al hotel, entro a su habitación y pasó toda la semana allí encerrada. ¿De Cuba? No vio ni el color del agua. A los 8 días, pagando con la poca plata que llevaba la diferencia de pasaje, embarcó en un vuelo diferente al de sus compañeros, de vuelta a su vida cotidiana, en su pueblo natal, no sin antes, usando todo un rollo de papel higiénico, envolver el consolador y tirarlo al basurero de su habitación de hotel.

Valiente



Siempre se levantaba a las 6 de la mañana y Marina, su dueña, ya se había resignado a abrirle la puerta, pues sus rasguños no sólo herían la madera, sino que la despertaban. Valiente salía muy erguido, olfateando el cielo, mirando techos como si fuera un gran perro de raza fina, pero era sólo un quiltro, un mezcla de todo. Tampoco era muy grande, apenas lo suficiente para asustar a los gatos.
Después de marcar su territorio y vaciarse de líquido, bajaba el cerro e iba hasta la plaza, donde esperaba pacientemente la llegada de algún gato desavisado. Cuando eso pasaba, saltaba y empezaba la persecución que, invariablemente, terminaba en la palmera central. ¿Después? Podía pasar el día así, esperando pacientemente a que se bajara el gato, que casi siempre era el que cedía.

Valiente me enseñó la paciencia pero, encima de todo, aprendí que lo amaba cuando un día de distracción, persiguiendo un gato más de su vida, Valiente no se dio cuenta y dejó que un auto lo alcanzara. Se fue así, con apenas un gemido.

Hoy está la palmera, los gatos abundan, pero aún sigue Marina despertándose a las 6 de la mañana y un lagrimón se le escapa en memoria de un valiente.